Los turistas gritan cada vez que la embarcación pasa bajo alguno de los doce puentes tendidos a lo largo del río Capibaribe. Una pareja de amantes se abraza, se besa. Juntan sus manos en señal de oración.
–¿Qué hacen?, pregunto al guía.
–Piden un deseo. Es la tradición, dice.
El paseo en catamarán dura una hora y es uno de los planes más lindos para hacer en Recife, capital del estado de Pernambuco. Lo es por su ubicación, todo un privilegio: la ciudad está junto a la costa del mar Atlántico brasileño y la rodea una barrera de arrecife de coral. También, porque representa el encanto de la tradición: quien pasa bajo un puente puede pedir un deseo. Dicen que todos se cumplen. Desde el barco hay una visión general de Recife –encantadora, festiva–, al que algunos han llamado la Venecia de Brasil.
Son las 4 de la tarde y el sol pinta las casas de colores vivos y los altos edificios alineados a lado y lado del río. La embarcación pasa junto al parque de las esculturas de Francisco Brennand, un reconocido artista pernambucano que ha creado un universo habitado por animales amorfos y ha contado en sus cuadros una historia del erotismo y la sensualidad.
Pasa más adelante por el Marco Zero. Este sector, en Recife antigua, es la puerta del nordeste de Brasil. En 1938 fue establecido como el punto de partida de todas las carreteras que atraviesan el estado de Pernambuco. Hoy, el Centro de Artesanía se levanta como un atractivo de esta zona. Sus grandes ventanales dejan pasar la luz que ilumina a las estatuillas de mujeres voluptuosas y de cabello rizado, a las figuras de madera tallada que representan a los artesanos locales y las miles de artesanías del norte de Brasil. Me quedo con dos flores hechas con escamas de pescado.
El vaivén del barco está acompasado por música de Luiz Gonzaga: “Por falta d’água perdi meu gado / Morreu de sede meu alazão” (Por falta de agua perdí mi ganado / Murió de sed mi semental). No es bossa, no es samba: los locales dejan claro que poco tiene que ver con el sur de Brasil. Es forró, música dulce de acordeón que cuenta historias de desamores, de la vida rural del Nordeste y de la nostalgia por el hogar.
De alguna manera, es muestra de la identidad de un estado por el que pasaron esclavos africanos y que fue colonizado por holandeses y portugueses en el siglo XVI. Pero que también moldeó a lo largo de su historia una forma de ser. Gonzaga es el orgullo de la región.
Pasamos por el último puente: deseo que el viaje sea eterno.
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De Recife se dice que es la Ámsterdam local. El río atraviesa la ciudad y forma espejos de agua que reflejan las fachadas, como en la capital europea. Las casas del centro histórico recuerdan la arquitectura holandesa, con techos altos, puertas y ventanas alargadas. Pero los colores fuertes y brillantes dan un nuevo sentido a las construcciones y convierten el destino en un sitio vibrante, cálido, siempre presto a mostrarse al mundo.
El museo Cais do Sertão concentra esta esencia pernambucana. Los sonidos de Gonzaga se repiten en los pasillos y hay representaciones de las casas de Pernambuco del siglo XIX, decoradas con imágenes de santos católicos, con cantimploras en las que se cargaba agua en aquel entonces, con las cuerdas que sujetaban a los caballos, con toda la imaginería de la época de la colonia. Hay también esculturas de artistas de la región. El museo es una estructura moderna, diseñada por la arquitecta Isa Díaz. Solo 10 reales cuesta la entrada.
Los colores fuertes y brillantes dan un nuevo sentido a las construcciones y convierten el destino en un sitio vibrante, cálido, siempre presto a mostrarse al mundo
Y de nuevo, la música. En el segundo piso del museo hay un salón con instrumentos. Estamos allí cuatro personas. Alguno sabe tocar el acordeón y el resto solo sabemos escuchar. Agarro una pandereta y de la manera más precaria reproducimos el ritmo del forró con una tonada sencilla. Así, termina esta tarde en Recife.
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Dicen que a principios del siglo XX llegaban esclavos ilegales de Angola a Brasil. Dicen que viajaban escondidos bajo cajas que guardaban gallinas. Y dicen que cada vez que llegaba un barco se anunciaba con la frase: “Hay gallina nueva en el puerto”. De ahí nació el nombre de la costera Puerto de Gallinas.
Esta ciudad está a 60 kilómetros de Recife. A lo largo de sus calles estrechas, embargadas por la humedad de la costa Atlántica, hay esculturas de madera que hacen honor a su nombre. Se trata de gallinas talladas en madera.
El artista Carcará se ha encargado de crear versiones de estas plumíferas y de convertirlas en un símbolo de la ciudad. “Una gallina esculpida de un coco no es solo un ejemplo de artesanía; es una escultura en tres dimensiones, visible desde todos los ángulos”, explica desde su taller, un lugar rodeado de plantas en donde vende y expone sus piezas artesanales.
Carcará vive cerca del mar. Le gusta la tranquilidad de esta tierra y no planea mudarse pronto. Es fácil entenderlo: tiene la playa a pocos minutos.
Hoy, la playa de Puerto de Gallinas está llena. Turistas locales e internacionales, provenientes principalmente de Argentina y Brasil, visitan esta costa de 20 kilómetros. Las aguas son tranquilas y el mar no es hondo, pero lo más importante es que la playa es apta para todo el mundo: la prefeitura de la región ha dispuesto acceso a personas con problemas de movilidad o algún tipo de discapacidad.
Desde el puerto salen veleros. Este recorrido de solo 20 minutos es tranquilo, calmo y termina en una piscina natural. Es necesario llevar sandalias o ‘crocs’ para andar sobre el arrecife que sobresale del mar. Esta es una zona con paso restringido, en la que es posible acercarse para alimentar a los peces y verlos desde la orilla.
Pero también hay lugares dispuestos para nadar con los peces y sentir cómo rozan la piel. Además, se puede hacer esnórquel y ver los peces de colores que ahí viven.
El día termina con un paseo por la zona comercial. En una manzana del centro hay tiendas de artesanías, de cachaza y de suvenires. Leo un mensaje: “Viajar es soñar despierto”. Así es.
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Durante el carnaval celebrado en febrero, los borrachos encuentran una retadora pendiente: la calle de la Misericordia, en la ciudad de Olinda. Es una calle empinada que se ha vuelto popular precisamente por su inclinación, que supone un obstáculo para los carnavaleros que quieren llegar hasta la panorámica de la ciudad, desde donde también se ve Recife.
El viernes antes de Semana Santa, los locales y turistas inician el carnaval. Son 5 días de fiesta en los que se altera la rutina: el tráfico, las actividades y, sobre todo, las bebidas. Cuentan que la cachaza, la bebida regional que sale de la caña de azúcar, es el aperitivo principal. Estoy por tres horas en este lugar, así que solo puedo imaginar el colorido de las carrozas, los diversos estilos de frevo –típico de esta región que incluye los sonidos arrebatados y alegres del carnaval– y los muñecos gigantes, que son toda una tradición.
Olinda tiene 427 años y fue proclamada Patrimonio Histórico y Cultural de la Humanidad por la Unesco. La belleza de sus casas de colores clavadas en una montaña al lado del Atlántico, el calor de su gente y la tapioca (un amasijo de maíz relleno con carnes) la convierten en un lugar apetecible para visitantes de todas las regiones.
Es mediodía y debo partir. No alcanzo a aprenderlo todo, a conocerlo todo, a hablar el portugués que no sé. Solo queda el Atlántico atrás y al frente, la promesa de volver.
Más en Puerto de Gallinas
El Museo de las Tortugas cuenta la historia de la preservación de estos animales. En la temporada de septiembre a marzo, las tortugas llegan a puerto de Gallinas para desovar. Sus nidos están en las regiones de Maracaípe y la playa de Muro Alto. Cada nido tiene aproximadamente 120 huevos. El nacimiento de las crías ocurre por la noche.
El hotel Atlante
Con vista a la playa de Boa Viagem, este hotel es una buena opción para los turistas que buscan estar junto al mar. Cuenta con 241 habitaciones, ofrece servicio de restaurante (imperdibles los desayunos con el clásico amasijo ‘bolo de rolo’) y tiene una piscina en la terraza, desde donde se ve el mar. Se destaca la ubicación, pues está a solo ocho minutos de la plaza del Buen Viaje y a 24 minutos de un centro cormerial.
Fuente: El Tiempo